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Cálamo: de cuatro relaciones sexuales semanales; de Kuala Lumpur y Castellote; de compromisos monetarios literarios.

De todas las noticias que he leído y escuchado en los últimos meses, la que me tiene obsesionado – merced a mi depravada mente - es la del acuerdo matrimonial que acaban de firmar Jennifer López y Ben Affleck, en el que, además de manifestar que en caso de divorcio se repartirán equitativamente sus mansiones, caniches, jets, dólares, ceniceros,  mayordomos, limpiadoras, hijos y cuentas bancarias en paraísos fiscales, se comprometen a mantener un mínimo de cuatro relaciones sexuales a la semana. Un aburrimiento.

Expertos juristas de múltiples países, habida cuenta de lo poco que tienen que hacer, debaten de manera enconada la validez que tendría este último y agotador compromiso en sus respectivos marcos jurídicos. Las interrogantes son muchas. ¿Y si una semana Affleck está rodando en Kuala Lumpur mientras Jennifer canta en Castellote? ¿Y si a alguno de los dos – o a los dos- les sientan mal las ostras de la cena o se pasan de Château Lafitte del 53? ¿Y si Ben tiene una torsión testicular, cosa dolorosa y más frecuente de lo que parece? ¿Y si no tienen ganas? Las relaciones no cumplidas, ¿son acumulables de semana en semana?,  ¿ una semana cero y la siguiente ocho?

Este acuerdo se parece a los que algunos escritores firman con sus agentes literarios y que les comprometen a un determinado volumen de producción: yo te represento y ganas una pasta, pero quiero una novela cada dos años, tres poemas mensuales, dos artículos para El País, uno para El Mundo, cuatro para el Grupo Vocento y presencia continuada como “opinador” en cuanta tertulia radiofónica sea precisa.  

El resultado es el que es cuando no eres ni una máquina de placer sexual ni un intelectual de peso sino un soso de solemnidad. No hace falta meterse en la cama con Ben y Jennifer, pero si leer prensa: qué pena. Sigan por ejemplo las diferentes columnas de opinión sobre la peregrina candidatura pirenaica a las Olimpiadas de Invierno 2030. Peor que un mal polvo.