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Cálamo: de un presentador en paro y una presentada que se come los boquerones; de un editor que se descompone

Habida cuenta que el año que viene Cálamo cumplirá cuarenta años de existencia, debería de dedicarme a recopilar algunas de las anécdotas que he vivido durante mi oficio librero, lo que nunca he hecho por falta de tiempo y ganas, aunque que el primero sea siendo escaso de momento y de las segundas tampoco ande sobrado por falta del necesario interés.

En esa posible recopilación tendrían un lugar destacado las presentaciones de libros, que fueron estandarte de la actividad cultural de la librería y que lo siguen siendo a pesar de que ahora las organiza todo dios, desde asociaciones de célibes a instituciones públicas, desde agrupaciones de jotas a grupos de guiñote.
Si hay libros, hay presentaciones, impepinable. Todo libro tiene su escritor –o algo similar- y todo escritor tiene su presentador, afición harto complicada para la que no todo el mundo está dotado.

La cosa tiene riesgo, las he visto de todos los colores. Presentador afamado que casca durante una hora sin levantar cabeza de sus folios mientras público y presentado luchan como pueden contra el hastío y el sueño. Presentadora que destripa  un libro de  cuentos analizándolos  uno a uno sin piedad,  mientras que editor y autora sonríen como pueden y se preguntan quién narices va a comprar el libro con semejante spoiler.

Convocas el acto de manera adecuada  y zas, no viene nadie. Hace unos años tuve que suspender una presentación de las de prestigio – las hay de prestigio como las hay por obligación o necesidad-  por falta de público: solo había asistido el señor calvo, desarrapado y con gafas de culo de vaso que acudía siempre para tomar patatas fritas y beberse un vaso de vino.  Azorado me lleve a la no presentada y al presentador en paro a tomar unas cañas, pensando que una rápida ingesta de alcohol ayudaría a pasar el trago. Velozmente, casi sin preguntar, hice llenar nuestro trozo de barra de boquerones en vinagre, croquetas de jamón, pimientos relleno de bacalao, torreznos de Soria, morcilla de Fuendejalón y cerveza a diestro y siniestro. Y entonces vi al “público”, nos había seguido: se acercó, miró con ansia el pimiento que sujetaba mi mano derecha y tartamudeando me  preguntó: ¿también puedo yo?

Nunca volví a saber nada de la escritora. Eso sí, no dejó ni un boquerón.