A mitad de la década de los setenta del pasado siglo, mis padres compraron un terreno a las afueras de Zaragoza con la intención de construir una casa, un chalé en el que pasar los fines de semana y las vacaciones.
No era muy grande, alrededor de 1000 m2. Ningún un árbol, tres arbustos y piedras, muchas piedras. De manera constante y despiadada lo azotaba un viento canalla que parecía diseñado a mala leche por Fu-Manchú. Porque le caía lejos y a esas alturas John Ford estaba ya criando malvas, que si no hubiera sido el escenario perfecto para una segunda parte de Centauros del Desierto. Más seco, inhóspito y desolador imposible.
Toda la familia, abuela incluida, fuimos transportados hasta él una aciaga mañana de febrero. A partir de ese día, sería nuestro único destino todos los sábados y domingos tanto de invierno como de verano, que ya se sabe que en nuestra tierra no existe ni la amable primavera ni el bondadoso otoño: o te cueces o te hielas.
No hubo vez que no pensara en lanzarme a correr como loco campo a través para huir de mi presente y futuro estepario: a esas alturas ya había comenzado a deleitarme en los bares juveniles tragando humo, bebiendo calimocho y soñando en ser de la Generación Beat.
Para que no nos aburriéramos, mi padre compró tres azadas y otros tantos rastrillos: íbamos a retirar del campo – de nuestro campo- todas las piedras, para así prepararlo para la futura construcción del chalé y la plantación del correspondiente césped, césped que se regaría cuando la civilización llegara en forma de urbanización y canalización.
Cuanta más piedra quitábamos, más piedra aparecía, ríete del pobre Sísifo. A los dos meses, los costados del terreno parecían cumbres pirenaicas gracias a los millones de guijarros, pedruscos y rocas que íbamos depositando, que en algún lugar había que hacerlo. Los pocos lugareños que recorrían la zona no salían de su asombro. Alguno llegó a decir que como siguiéramos dos meses más se iban a ver desde el espacio, como la Gran Muralla China. Hoy en día hubiera dicho el Mar de Invernaderos de Almería, así, con mayúsculas.
Un día mi padre metió las azadas y los rastrillos en el maletero del coche y nos llevó al bar del pueblo más cercano a tomar chocolate con churros. Nos miró con cariño y sonriendo nos preguntó: “bueno, ahora ¿qué hacemos?” Mi hermano se comió los churros de la abuela.
NUESTRO CLÁSICO “BONUS TRACK”: 7 LIBROS, 7
Despejado. Carys Davies. Traducción de Gabriel Insausti.
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El pañuelo de la hija de Pipino. Rosmarie Waldrop. Traducción de Blanca Gago.
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El príncipe de la imprenta. Enric Satué.
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Orbital. Samantha Harvey. Traducción de Albert Fuentes.
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Breve historia del conflicto entre Israel y Palestina. Ilan Pappe. Traducción de Lidia Pelayo Alonso.
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Tierra de empusas. Olga Tokarczuk. Traducción de Katarzyna Mołoniewicz y Abel Murcia.
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Cuando comenzó el silencio. Jesse Ball. Traducción de Virginia Rech.
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