Era un traje de centurión romano, con su armadura de peto, su
capa roja y su casco de penacho, ese que parece una escoba. En vez de espada
corta, una lanza medieval de plástico que se plegaba sobre si misma al chocar
contra el “enemigo” o las paredes del colegio: un anacronismo histórico sin
explicación. Corriendo por el patio disfrazado de romano y perseguido por dos
niñas mayores que ríen mientras opinan que soy gracioso. La infancia es mi
patria, que dijo Rilke. Son las ocho de la tarde y el termómetro de la
plaza marca 40 grados.
Nuevo
restaurante japonés: Buffet libre. Adultos (más de 140 cm), 13,95
euros. Infantil (a partir 100 cm), 8,95 euros. La vida, como la
economía, es una cuestión de altura. Idea válida para el Ministerio de
Hacienda: cuanto más alto, más pagas. Lo importante es saber quién es el dueño
del metro, quién te mide. En el de la plaza 37 y en el de la farmacia, 42.
Llego
a casa y repaso mi fondo de armario de bañadores. Negro, marca Speedo,
estrechito, cortito, de cuando Mark Spitz nadaba con bigotazo negro y
coleccionaba medallas de oro. Naranja, grande, con cordones y bolsillos en los
que meter el paquete de tabaco y las cerillas. De flores amarillas y verdes
sobre fondo azul. Azul y verde, muerde. El último, el definitivo, el de señor
mayor sin vergüenza alguna. No miro el termómetro. Para qué.