Dos de las películas más alabadas últimamente por la crítica están
rodadas en blanco y negro: la polaca Cold War de Pawel Pawlikovsky y la mexicana Roma de Alfonso Cuarón, ambas hermosísimos
ejercicios de memoria histórica, el primero sobre la Europa bajo el telón de
acero y el segundo sobre la Ciudad de México de los años 70. Si no las han
visto, no dejen de hacerlo. Su cuidada fotografía y esmerada producción
consiguen transmitirnos la emoción que solo provocan las auténticas obras de
arte. Polonia y México, como España,
vivieron años de plomo, tiempos grises que marcaron a muchas de sus
generaciones.
Recordamos olores, sensaciones, sonidos, pero rara vez colores. Almacenamos imágenes en diferentes tonos y texturas de
gris, satinadas o mates, planas o rugosas. Imágenes borrosas, pero
afortunadamente llenas de contrastes y sugerencias. Al menos eso me pasa a mí y
a muchas de mis amistades, que ya vamos teniendo una edad.
Los científicos no logran aclarar del todo si soñamos en
color o en escala de grises. Al parecer las personas mayores de 60 años,
que durante su niñez vieron mucha televisión y cine en blanco y negro, tienden a soñar- y a recordar- de manera
incolora.
Si algo caracteriza a la sociedad española es su riqueza de colores, su gran pluralidad y diversidad, por
más que algunos se empeñen en parecerse a imágenes recortadas del NO-DO.
Posiblemente no sepas a qué me refiero. Mejor, eres joven: sueñas y piensas en
color.
En color sueñan, piensan y viven las
jóvenes escritoras latinoamericanas Margarita
García Robayo, Ingrid
Rojas Contreras y Wendy Guerra. Margarita Robayo acaba de publicar Primera persona, en la
que bucea en sus recuerdos sin pudor ni cortapisa alguna. El caso de la también colombiana Ingrid Rojas Contreras es singular. A
causa de la violencia de los años 90, tuvo que abandonar su país natal muy de
niña y refugiarse en Los Ángeles. Allí creció y desarrolló su vida con
pasaporte estadounidense y una nueva lengua, pero sin olvidar ni por un
instante su procedencia. En La
fruta del borracho -escrita en inglés y traducida por Guillermo Sánchez
Arreola- narra la historia de su familia en una Bogotá aterrorizada.
Nacida en Cuba y residente en La
Habana, Wendy Guerra nos deja entre alucinados y asustados con El mercenario que coleccionaba obras de arte,
una novela basada en vida real de un siniestro- pero a ratos también
encantador- soldado de fortuna muy
presente en casi todas las tramas sucias orquestadas por los Estados Unidos en
el Caribe y Centroamérica durante los años ochenta.
Pasaron los Premios Cálamo y seguimos
en la brecha: nos gusta ser libreros. Nos vemos en Cálamo. Abrazos. Paco
Goyanes