Mis colegas insisten en que dedique una de mis peroratas a
contar lo mal que nos sentimos cuando lo primero que hace un cliente es pedirnos
descuento. Yo les digo que comercialmente no sería adecuado y que más vale
sufrir callando que berreando. Se lo digo, pero no me lo creo. Así que prometo
públicamente que en un futuro inmediato escribiré sobre tan delicado tema.
Pero hoy quiero hablar del progreso, esa absurda idea que
básicamente consiste en pensar que la humanidad es mejor cada día que pasa.
A comienzos de los setenta mis padres me solían llevar a un
restaurante familiar situado en las afueras de Zaragoza. Mesa única, muy
grande, te sentabas donde había hueco. Pollo a la chilindrón, conejo
escabechado, cocido, patas y colitas de cordero, bacalao ajoarriero, natillas
con galleta maría, arroz con leche…la dueña- una señora grande y simpática a la
que adoraba- cocinaba como los ángeles (¿cocinan los ángeles?). Mantel de hule,
vasos tintados de vino peleón, platos feos y mellados, cubertería mala de
solemnidad (de esa que Uri Geller doblaba sin piedad), decoración vomitiva,
camareros con pantalón de tergal y matamoscas en la mano…a los de la guía
Michelin les hubiera dado un síncope nada más asomarse. Y directamente hubieran
fallecido si hubieran tenido que ir al excusado: el corral de la vivienda,
repleto de estiércol y con la “despensa” corriendo: gallinas, patos, conejos y
un feliz cerdo siempre acostado de puro gordo.
En una de nuestras visitas la propietaria nos avisó con gran
alegría que, a pesar de que el agua corriente todavía no había llegado, por fin
ya habían instalado un wáter en la segunda planta. Con gran curiosidad ascendí
los muchos escalones y entré en el cuarto de baño. Allí estaba, de un blanco
inmaculado, reluciente. Levanté la tapa: un tubo de buen tamaño descendía hasta
el corral. Se veían las gallinas.
Esta semana es de traca. El martes, Nuria Barrios
nos presenta su última novela acompañada de Antón Castro. Nuria es una
extraordinaria novelista y periodista, no os la perdáis. El miércoles Enrique Ariño nos habla
de su primer poemario y lo hace acompañado del académico más rockero de
la escena zaragozana, Gabriel Sopeña. Y el viernes entregamos los XIX
Premios Cálamo a Tatiana Tibuleac, Irene Solà y Theodor
Kallifatides.
No sé si Cálamo progresa, la verdad. Pero sí sé lo que más
nos preocupa: intentar hacer bien nuestro trabajo y pasarlo bien contigo. Sin
puñetas ni moralejas. Un abrazo. Paco Goyanes