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La Romareda

A estas alturas de la vida el fútbol me importa poco. Aplaudí con entusiasmo tanto “iniestazo” como el extraordinario churro con el que Nayim traspasó la portería del Chelsea en 1995. Me gusta la literatura de fútbol, me encantan los recuerdos futboleros de Antón Castro, Paco Úriz y de tantos amigos a los que quiero y respeto. De chaval le di a la pelota con mucha torpeza: tiempos en los que los futbolistas eran héroes y no modelos de peluquería forrados para toda la eternidad. Tiempos en los que “el fútbol era fútbol” y no un máster de sociología empresarial made in Guardiola.


Sé que los propietarios de los clubs profesionales de fútbol – todos ricos- no lo son por especular con las fichas de los jugadores y sus contratos de imagen, ni por conseguir un pedazo de la tarta de los derechos de televisión, ni por las comilonas de los fines de semana o la notoriedad social. No: lo son por amor a los colores, esos que en las camisetas van acompañados de los logos de las empresas sociales patrocinadoras, mayormente casas de apuestas que tanta felicidad aportan al mundo y tanto apoyan el juego limpio.


Al parecer Zaragoza necesita de manera urgente y prioritaria un campo de fútbol municipal acorde con su categoría, aunque vaya a usarlo de manera preferente una sociedad anónima deportiva. No seré yo quien lo niegue, no sé mucho de fútbol. Ahora, si fuera por mí, que se gaste más en bibliotecas y cultura. Y si no, mitad y mitad y todos contentos ¿de acuerdo?