Mi verano ha sido una mierda, un asco. Para no olvidarlo nunca, lo he registrado en la Oficina Española de Patentes y Marcas, organismo autónomo adscrito al Ministerio de Industria y Turismo. He rellenado el formulario adecuado y pagado las tasas correspondientes, 150,45 euros. De manera electrónica costaba menos, pero me ha dado pereza. Estoy esperando la aprobación, pero en principio la marca comercial 2025, el peor verano de toda mi p. vida es de mi propiedad y ay del que lo utilice sin mi permiso: demanda al canto, si es posible con Peinado como juez instructor.
No he tenido ni aventuras amorosas ni divorcios. Tampoco paellas a medio cocer, gastroenteritis, quemaduras solares, absurdos y masivos viajes transoceánicos, apartamentos en cuarta línea de playa, interminables colas en museos virtuales dedicados a Goya (el nuestro será el mejor gracias a las autoridades locales), crucigramas imposibles, aterradoras novelas policiacas nórdicas, borracheras inmundas ni benzodiacepinas.
No voy a dar de detalles, que ni al muy querido escritor maldito que siempre traza letras en el aire repletas de amor ni al sin par alto funcionario culto y justo que despotrica como los ángeles, les agradaría y se cabrearían conmigo más que mucho.
A pesar de ello, no puedo resistirme a relatar algunos extraños hechos que ocurrieron en una localidad mediterránea cuyo nombre más vale no recordar.
Una cálida mañana típica del cambio climático que nos asola, tras ponernos la crema solar y rezar dos padrenuestros y tres avemarías por si las moscas, A. y yo bajamos a la playa con dos sillas plegables, una fantástica sombrilla multicolor, dos novelas de las que supuestamente te cambian la vida, una botella de agua helada, un billete de diez euros para pagar un par de cervecitas en el chiringuito, dos toallas, un sombrero de paja, una gorra visera, las llaves del apartamento en el que nos alojábamos, sendas gafas de sol y muchas ganas de mojarnos los pies en el mar.
Desde un principio empezamos a notar miradas raras, acompañadas además de susurros malhumorados y señas con el dedo
Pensando que nuestros libros no eran del gusto de la gente que nos rodeaba, a lo mejor más proclives a la novela norteamericana o al relato costumbrita de raigambre italiana, las escondimos en la cesta de paja. (Se me olvido nombrarla anteriormente, también la llevábamos con nosotros.)
Un muchacho de unos 30 años, muy fornido, de cabeza pequeña, pelo rapado al cero y tatuado hasta el aburrimiento, pasó corriendo a nuestro lado llenándonos las toallas de arena. Casi al mismo tiempo, una sesentona en toples con cejas talladas más que pintadas, nos salpicó agua de manera escandalosa.
Sin hacer caso alguno y pensando que nada ni nadie nos iba a amargar nuestro derecho a tostarnos, A. se metió en el agua y, cómo es costumbre en ella, comenzó a nadar como si se tratara de la invencible nadadora norteamericana Katie Ledecky: elegante y veloz, tanto que la perdí de vista.
Apareció un señor vendiendo bebidas frías. Le llamé insistentemente, casi gritando. Me miró con cara de asco y pasó de mí como la Ledecky, olímpicamente.
La playa estaba llena, llenísima, como suele ser habitual en nuestro amado y colapsado país. Pero extrañamente a nuestro alrededor se había formado un extraño vacío de varios metros de anchura en todas las direcciones.
A. y yo somos de ducha diaria y desodorante de marca, ese no podía ser el problema. Tres chicas muy jóvenes me miraban fijamente mientras escuchaban reguetón a todo volumen en un aparato de música tan grande como el ego de algún escritor amigo. A la vez, dos señores barrigones se pusieron a jugar a la pala justo delante de nuestra modesta y limitada parcela de arena: cuatro pelotazos y ninguna disculpa.
Cuando A. hizo tierra, me contó que un par de mamarrachos que hacían paddle surf le habían estado molestando y dificultando sus movimientos.
Recogimos nuestras cosas rápidamente y mientras andábamos para salir de la playa oímos risas, insultos y alguna amenaza menor.
(A las 14 horas del 1 de agosto de 2025, una patera repleta de inmigrantes exhaustos apareció en la playa de Castell de Ferro, provincia de Granada. Nueve de ellos fueron perseguidos y atrapados por un grupo de bañistas que se otorgaron poderes policiales.
Cinco años antes, en una playa de Gran Canaria, veinticuatro inmigrantes que llegaban en una embarcación en muy malas condiciones, fueron auxiliados de manera generosa y humana por las personas que disfrutaban del sol de la isla.
Solo cinco años antes.)
Ya estamos a mitad de septiembre, ya falta menos para el verano que viene.
Nos vemos en Cálamo. Un abrazo. Paco Goyanes
Y NUESTRO CLÁSICO BONUS TRACK: 10 LIBROS, 10.
Breve tratado cocinado a fuego lento. Jean Pierre Ostende. Traducción de Vanesa García.
https://tienda.calamo.com/es/libro/breve-tratado-cocinado-a-fuego-lento_9940080021
Amor y morriña. Theodor Kallifatides. Traducción de Carmen Montes y Eva Gamundi.
https://tienda.calamo.com/es/libro/amor-y-morrina_8000210127
Matate, amor. Ariana Harwicz.
https://tienda.calamo.com/es/libro/matate-amor_2450050466
Comerás flores. Lucía Solla Sobral.
https://tienda.calamo.com/es/libro/comeras-flores_9740010264
Lengua viva. Polina Panassenko. Traducción de Iñigo Jaúregui.
https://tienda.calamo.com/es/libro/lengua-viva_9960020140
El safari de los Binstead. Rachel Ingalls. Traducción de Maia Figueroa Evans
https://tienda.calamo.com/es/libro/el-safari-de-los-binstead_7700050056
Gracias. Cincuenta años después. Carme Riera.
https://tienda.calamo.com/es/libro/gracias_3522070369
La bandera de la cumbre. Una historia política del montañismo. Pablo Batalla Cueto.
https://tienda.calamo.com/es/libro/bandera-en-la-cumbre-la_U580030313
La historia de Horacio. Tomás González.
https://tienda.calamo.com/es/libro/la-historia-de-horacio_9910020291
Tino. Un mirlo en mi jardín. Nicolás Jolivot. Traducción de Iballa López Hernández.
https://tienda.calamo.com/es/libro/tino-un-mirlo-en-mi-jardin_U400050076