Por diversas circunstancias
que no vienen a cuento he tenido la oportunidad de conocer Nápoles
durante unos días de enero, fechas en las el turismo invasivo parece que se da
un respiro.
No seré yo quien se las de
de viajero aventurero. A estas alturas de la película todos somos turistas, al
menos aquellos que nos lo podemos permitir, que todavía son muchos para los que
las vacaciones son una entelequia.
Muchas y grandes empresas
cuyos nombres terminan en “air”, “ing” o “bnb”, han “acercado” el mundo, lo han
hecho más pequeño, más de “andar por casa”. Viajar ya no es una experiencia
iniciática, no: viajar es accesible y barato. El mundo de Stendhal, Burton
o Anne Marie Schwarzenbach ya no existe, lo mató Internet.
Si hay algo inaguantable es
la pose del “viajado” (por cierto, no sé el porqué pero casi siempre del género
masculino) , la del que tras una semana de estancia en Nueva York, Papúa Nueva
Guinea o Tudela es capaz de sentar cátedra sobre el ser o no ser de los
neoyorquinos, papú neoguineanos o tudelanos, de desplegar todo un completo
discurso sobre la antropología, la cocina y la personalidad de los visitados.
No te rías que tú también has pecado. No me río que yo también peco.
Pues sí, Nápoles me
fascinó. Pocas ciudades con tanta historia, tanta piedra y tanta vida. Y con
los precios de los cafés al gusto de Zapatero (menos de un euro) y la pizza muy
grande, muy rica y muy redonda y económica. Tanto me gustó que me convirtió en
estúpido. (Pausa: merece la pena leer el muy genial e instructivo Diccionario
de la estupidez humana de Piergiorgio Odifreddi, viene a cuento).
Me explico. Tanto placer y
tanta estupidez me llevaron a cometer el error de enviar a mi muy querido
amigo, editor y porteño Alejandro Katz un breve “wasap” que
decía: “Estamos en Nápoles. Caótica, sucia, mal iluminada, decadente,
estropeada, imposible...maravillosa. Desde ya, junto con Porto, mi ciudad”.
Nada más darle a la tecla
de enviar fui consciente de mi craso error, de que sin piedad- como debe ser-
iba a ser llamado al orden, entendiendo éste -y solo en el caso pertinente- por
sensatez.
Transcribo su respuesta:
“Napoles y Porto son tus ciudades, claro, que se puede esperar de un esteta
sibarita y anarco. Yo iba a decirte que la mía es Zaragoza, pero no estoy de
que me creas, y no quisiera afectar la credibilidad que tengo contigo (creo)”.
Touché. Me sentí como lo
que me comporté, como un hortera gilipollas. Cada vez quiero más a mi amigo
Alejandro.
Apropiarse de un paisaje,
hacerlo tuyo, interiorizarlo, no es tomarse un capuccino en el café Gambrinus,
ni pasear toda una tarde por la vía Toledo, ni mirar de reojo y con temor a la
pandilla de chavales de la esquina, esa que parece recién salida de la
adaptación televisiva de la obra Gomorra de Roberto Saviano.
Cuando viajamos imitamos,
nos trasladamos en el espacio y en el tiempo guiados por construcciones y
prejuicios culturales. convirtiendo lecturas e imágenes en lentes, en formas de
mirar. No intentes evitarlo, es imposible, pero al menos se consciente de ello:
si bien nunca podrás ser original evita el menos ser un estúpido hortera.
Bueno, dicho todo ésto te
aconsejo vivamente que viajes a Nápoles, te encantará. Y antes
de subirte al avión o perderte en las autopistas italianas merece la pena que
leas algunos libros y veas algunas películas que me permito aconsejarte.
Para conocer su presente
nada mejor que las obras del anteriormente nombrado Roberto Saviano, Gomorra
y La banda de los niños, esta última recién publicada en Anagrama y
que comparte temática – el fenómeno de la criminalidad infantil y juvenil- con Robinú,
extraordinario documental del periodista Michele Santoro. Una obra
maestra de la literatura italiana es La piel, de Curzio Malaparte,
demoledora narración sobre la Nápoles “liberada” por las tropas aliadas en
1943. Liliana Cavani la llevó al cine con el mismo nombre y desigual
resultado, aunque siempre es un placer contemplar al gran Marcello
Mastronianni. Sin salir de la pantalla no dejes de ver El oro de Nápoles,
maravillosa y genial obra de Vittorio de Sica grabada en 1954 en la que
actúan algunos mitos napolitanos como Sofía Loren o Totó. No tan
genial pero si tierna y agradable es Macarroni, filmada por Ettore
Escola en 1985, un mano a mano interpretativo entre Jack Lemmon y Marcelo
Mastroianni. Increíble vigencia tiene todavía el diagnóstico que sobre la
ciudad escribió a fines del XIX la periodista italiana Matilde Serao en
su libro El vientre de Nápoles, oportuno rescate de la muy querida Gallo
Nero Ediciones.
En una sartén fríe lentamente ajos y tomates pequeños cortados por la mitad. Sal y pimienta y un cuarto de guindilla roja. Cuando veas que la cosa toma color, añade un poco del agua de cocer la pasta, pasta que ya llevará un ratito haciéndose en su olla. Escurre los espaguetis, añade la salsa y remueve un poco, sin pasarte...y a comer.
Que aproveche en nombre de los Cálamo. Paco