Soy miope desde los diez
años, un gafotas de libro. Mi madre
estuvo a punto de cambiarme de colegio al menos una docena de veces, no porque
la educación que recibía fuera mala- muy buena no era - o porque me los profes
me pegaran – que pegar, pegaban- sino porque salía a gafas nuevas cada quince
días por culpa de la miserable y escasa media hora diaria de recreo: en una minúscula
cancha de balonmano 400 niños jugábamos innumerables partidos de fútbol, todos
a la vez. “Fútbol es fútbol”, que decía Vujadin Boskov, qué gran pensador.
Innumerables partidos son
innumerables pelotas volando de un lado para otro. De manera inevitable, mi
cabeza recibía balonazo tras balonazo, qué mala leche. Y el día que la cosa no
iba de fútbol, iba de “churro va”, en cuyo caso lo que recibía era una coz.
Como resultado, gafas y gafas partidas por la mitad o con las varillas arrancadas
de cuajo.
Como el presupuesto familiar
no daba para más, conforme avanzaba el curso mis lentes eran cada vez más baratas
y feas. Para junio, lo que llevaba pegado a la nariz eran dos cristales gordos engarzados
en una masa informe de color oscuro que no se hubiera atrevido a lucir ni el Stevie
Wonder de la mejor época.
La pandemia está haciendo que
mi carácter sea cada vez peor, yo que siempre he sido cariñoso y bonachón.
También ha deteriorado mi vista de tal manera que no veo un carajo con las
bifocales pijas de última generación que uso, obligándome a alternarlas
continuamente con unas gafas de las llamadas “ocupacionales”. Cuando me veo con
ellas en el espejo recibo un balonazo tras otro: mi particular estado de alarma.
Sí, todo se está haciendo muy
largo y duro. En Cálamo mantenemos el ánimo lo mejor que podemos, ya sabes que
somos del bando de los pesimistas esperanzados, el mismo que el de los
optimistas dubitativos.
El estado de alarma no afecta
ni a nuestro horario ni a nuestro trabajo habitual. Seguimos manteniendo el
mismo aforo restringido que adoptamos desde mitad de mayo, así como todas las
medidas de higiene y ventilación necesarias para que te sientas bien en la
librería. De por sí ya éramos “limpitos”, pero ahora nuestro dominio del
plumero y la bayeta es asombroso: no hay mancha que se nos resista.
En resumidas cuentas: estamos
abiertos y puedes visitarnos con total tranquilidad, ya sabes que nos encanta
verte, hablar de libros y filosofar juntos sobre lo humano y lo divino.
Ahora bien, si por el motivo
que sea quieres que te sirvamos libros directamente en tu casa o lugar de
trabajo, puedes pedirlos en nuestra web www.calamo.com (si no encuentras lo que buscas o figura como “no
disponible”, escríbenos a calamo@calamo.com).
No caeré – aquí vuelvo a la
primera persona- en ese dicho tonto que proclama que leer es un placer. Leer
El fin del amor. Una sociología de las relaciones negativas de Eva
Illouz – traducción de Lilia Mosconi- no es un placer, para nada, pero sí
es un ejercicio intelectual tan necesario como exigente. Tampoco diría que la
lectura de No digas nada, la extraordinaria crónica sobre el
conflicto irlandés escrita por Patrick Radden Keefe y traducida por
Ariel Font, sea en sí mismo un acto placentero, ya que lo que cuenta pone los
pelos de punta. Eso
sí, en cuanto empiezas no puedes acabar: apasionante.
Más placentero en tanto que
aporta serenidad y esperanza es el último libro de Guadalupe Nettel, La
hija única, hermoso y conmovedor relato que habla de la maternidad,
pero también de la fraternidad entre los seres humanos y de la necesidad de
unas nuevas relaciones familiares. Escritura luminosa y de una aparente sencillez
que esconde horas y horas de trabajo.
El horror y la belleza pueden
pertenecer a la misma familia. Así lo proclama la contraportada de Las voladoras,
volumen de relatos de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda. Y tiene
razón: dinamita pura que hay que leer, sea o no placentera.
Nos vemos en Cálamo. Mantén
el ánimo, cuida y cuídate.
Un fuerte abrazo en nombre de
todo el equipo de Cálamo.
Paco Goyanes