Heredé de mi padre un precioso reloj chapado en oro
marca Certina. Aunque casi nunca lo he
usado me gusta saber que lo tengo a mano y funciona. Lucía y Ramón me regalaron
un enorme y sólido reloj de pulsera ultramoderno
que duerme junto al Certina en el cajón de los (mis) tesoros. En mi
casa familiar, arrinconado en una esquina, luce – o mejor se ensombrece- un
reloj carrillón de péndulo. A mi pareja le regalé hace ya unos años un reloj
despertador que proyectaba la hora en el techo. En la librería, en el pilar sobre
el que se apoya la escalera que sube al segundo piso, cuelga un reloj de pared
que funciona a pilas. Por cierto que debe ser ecológico, ya que no recuerdo habérselas cambiado nunca. Mi
móvil marca la hora en su pantalla, igual que mi portátil Toshiba. En la Plaza
de San Francisco, la plaza sobre la que gira buena parte de mi día a día, un feo cartel de mobiliario urbano indica la
temperatura y la hora.
Debo de tener aversión a los relojes: nunca me han proporcionado
una medida exacta de lo que es el tiempo, de lo que es mi tiempo. Simple y
llanamente los he ignorado, despreciado.
Las señales del tiempo, de mi tiempo, tienen (hoy) forma de miradas extraviadas, de
ausencias irremediables, de comidas y risas con amigos. Tienen forma de
cuchara, la misma que me alimentó, con la que di de comer a mis hijas y con la
que de vez en cuando acerco la sopa a mi madre.
Las artes, la literatura, nos permiten detener el tiempo,
domarlo brevemente, evitar su huida –siempre huye-. Qué sino logran por ejemplo
las esculturas La imagen del Cristo
Velado de Giuseppe Sanmartino y La Pudicizia de Antonio Corradini de la excepcional Capilla de Sansevero de Nápoles.
Éric
Vuillard logra en su novela El orden del día – Premio Goncourt
2017- congelar para nosotros, mujeres y hombres del siglo XXI, uno de los
momentos más infames de la historia de la humanidad: en febrero de 1933 en el
Reichstag berlinés las grandes empresas alemanas, las mismas que siguen
dominando en la actualidad la escena económica europea, dieron su apoyo
económico a los planes de Adolfo Hitler. Y lo hace de tal manera que levanta
tanto nuestro asombro como nuestra indignación.
Fijar el tiempo es también de alguna manera la
obsesión literaria de Laura Freixas
con la publicación del segundo volumen de sus diarios, Todos llevan máscara. Diario
1995-1996, obra que celebramos de manera especial al
tratarse de una autora a la que admiramos por su compromiso feminista.
Domar el tiempo. Vana ilusión, pero muy loable, qué
narices. No te deprimas, es lo que hay y punto. Déjate cuidar y cuida. Y de vez
en cuando tómate un tequila, a ser poder blanco, que es el más auténtico. Marca
Don Julio o Centenario. Salud. Un abrazo en nombre de los de Cálamo. Paco